Masas de hormigón, formas expresivas, estructuras expuestas. El brutalismo puede parecer duro a primera vista, pero, si se observa con atención, se percibe que esta arquitectura está llena de intenciones: sociales, urbanas y políticas. Más que un estilo visual, el brutalismo es un lenguaje que habla de estructura, uso y pertenencia.
Nacido en la Europa de posguerra, el brutalismo fue una respuesta directa a la necesidad de reconstrucción a gran escala, mediante soluciones económicas, honestas y duraderas. Su nombre procede del francés béton brut, el «hormigón en bruto» preconizado por Le Corbusier: un material expuesto, sin revestimiento, que revelaba la esencia del edificio. En Inglaterra, arquitectos como Alison y Peter Smithson dotaron al estilo de un carácter social, centrado en la vivienda popular y la colectividad.
Pero fue en Brasil donde el brutalismo encontró una de sus expresiones más originales. A partir de la década de 1950, el estilo cobró fuerza, especialmente en São Paulo, donde arquitectos como Vilanova Artigas, Lina Bo Bardi y Paulo Mendes da Rocha adaptaron sus principios a la realidad urbana y social brasileña. El resultado fue una arquitectura poderosa que combinaba solidez estructural con vocación pública, y que, décadas después, aún resuena en el paisaje y en el pensamiento arquitectónico.
El brutalismo europeo surgió como rechazo a los excesos decorativos y al racionalismo debilitado del modernismo de posguerra. Proponía una arquitectura directa, con materiales expuestos y soluciones que respondían de forma práctica y simbólica a las urgencias del momento. En Brasil, esta propuesta resonó en un país que crecía rápidamente y necesitaba nuevas soluciones arquitectónicas, accesibles y adaptadas al clima y a la vida urbana.
En São Paulo, el brutalismo no era solo un estilo: era una propuesta para la sociedad. Liderada por João Batista Vilanova Artigas, la llamada Escuela Paulista creía que la arquitectura debía ser una herramienta de transformación social. Obras como la FAU-USP, terminada en 1969, reflejan este ideal: con rampas abiertas, espacios integrados y hormigón visto, el edificio está concebido como un territorio para el encuentro, el debate y la libertad.

Esta actitud también se manifiesta en la obra de Paulo Mendes da Rocha, cuya arquitectura valora la estructura como lenguaje. En obras como el Gimnasio Paulistano, el MuBE y la renovación de la Pinacoteca, todas en São Paulo, el hormigón no solo sostiene, sino que organiza, revela y emociona. Sus estructuras son dramáticas y generosas, sin perder precisión técnica.

Por su parte, João Filgueiras Lima (Lelé) llevó los principios brutalistas a una lógica industrial: racionalización, prefabricación, eficacia constructiva y responsabilidad social. El Hospital Sarah Kubitschek es un ejemplo de cómo el hormigón puede ser funcional, ligero y, al mismo tiempo, estéticamente impactante.

Aunque los palacios gubernamentales de Brasilia son íconos del modernismo escultórico de Oscar Niemeyer, la capital federal alberga también importantes ejemplos de arquitectura brutalista. A partir de la década de 1970, con la expansión de la ciudad y la construcción de equipamientos públicos, surgieron proyectos que adoptaron el hormigón visto y la lógica estructural del brutalismo, especialmente en edificios educativos e institucionales. Es el caso del Instituto Central de Ciencias (ICC) de la Universidad de Brasilia, proyectado por Lelé, que explora la modulación, el prefabricado y las rampas integradas en el espacio colectivo.

A partir de los años ochenta, el brutalismo cayó en desgracia. Asociado a la frialdad, la austeridad y la decadencia urbana, perdió terreno frente a lenguajes más coloristas, simbólicos o comerciales. Pero, como tantas otras estéticas radicales, el brutalismo resistió y fue redescubierto. Primero, con su reconocimiento como patrimonio: muchos edificios fueron catalogados, restaurados y estudiados. Luego, con el reencuentro de las nuevas generaciones, que vieron en el hormigón una estética fuerte, honesta y profundamente actual.
En los últimos años, una nueva generación de arquitectos ha rescatado e interpretado el brutalismo. Proyectos más ligeros, adaptados al clima y a las tecnologías contemporáneas, mantienen la esencia del lenguaje —estructura visible, materialidad expuesta, honestidad constructiva—, pero con nuevos elementos y preocupaciones.
Más que una tendencia que regresa, el brutalismo brasileño es una forma de pensar la arquitectura: con claridad estructural, uso honesto de los materiales y compromiso con el espacio colectivo. Propone otra forma de estar en el mundo: más pública, más directa, más consciente.
Hoy, ya sea en edificios catalogados o en nuevas obras que reinterpretan su fuerza, el brutalismo sigue presente en las ciudades brasileñas. No como nostalgia, sino como un lenguaje vivo, todavía capaz de inspirar proyectos y provocar la mirada.
